Y se imaginaban una vida entregada por completo al amor, lo bastante fecunda para llenar las más amplias soledades, por encima de todas las alegrías, desafiando todas las miserias; una vida en que las horas hubieran desaparecido, en un continuado florecer de sus almas; vida que hubiera logrado altas y resplandecientes cosas, como el centellar de las estrellas.
No hacia nada, ella, por excitar su amor, hundida en ese abandono que caracteriza a la depresión. Durante toda la primavera vistió una bata de seda oscura, con franjas de terciopelo de igual matiz, amplia vestidura que convenía a la suavidad de sus actitudes y la grave expresión de su rostro.
Además, rayaba en la edad de la menopausia, época de reflexión y ternura a la par, en la que la madurez, que asoma, matiza la mirada con un más entrañado llamear, cuando la fuerza del corazón se mezcla a la experiencia de la vida, y cuando hay como un desbordamiento de riquezas en el armónico empaque de su hermosura.
Segura de su señorío, se abandonaba a un sentimiento que le parecía un derecho conquistado por sus pesares.
Era aquella una indefinida beatitud, una tal embriaguez, que hasta se olvidaba de la posibilidad de una dicha absoluta. Lejos de ella le amenazaban angustias horribles.
Muy pronto hubo en sus diálogos largos intervalos de silencio. Algunas veces, al mirarse al espejo, brotaba una especie de sexual rubor que le hacía enrojecer. Y más descubría su amor cuanto mayores eran las precauciones para ocultarlo.
Su marido, prodigando las extravagancias, entendíase con una obrera de la fabrica, la conocida con el mote de la Adelita.
Un día no estaba ella en su casa, a la hora en que él acostumbraba ir y aquello lo tuvo por una traición.
El esposo aferrándose a estas sospechas la reñía y la atormentaba pues se sentía invadido por un cierto aborrecimiento, y quería que a ella le tocara una parte de sus pesadumbres.
"La espada de Damócles amenaza siempre a la pareja. Pende sobre ella. Y la necesidad del obstáculo amoroso para concretar la pasión, en el adulterio".
Además, rayaba en la edad de la menopausia, época de reflexión y ternura a la par, en la que la madurez, que asoma, matiza la mirada con un más entrañado llamear, cuando la fuerza del corazón se mezcla a la experiencia de la vida, y cuando hay como un desbordamiento de riquezas en el armónico empaque de su hermosura.
Segura de su señorío, se abandonaba a un sentimiento que le parecía un derecho conquistado por sus pesares.
Era aquella una indefinida beatitud, una tal embriaguez, que hasta se olvidaba de la posibilidad de una dicha absoluta. Lejos de ella le amenazaban angustias horribles.
Muy pronto hubo en sus diálogos largos intervalos de silencio. Algunas veces, al mirarse al espejo, brotaba una especie de sexual rubor que le hacía enrojecer. Y más descubría su amor cuanto mayores eran las precauciones para ocultarlo.
Su marido, prodigando las extravagancias, entendíase con una obrera de la fabrica, la conocida con el mote de la Adelita.
Un día no estaba ella en su casa, a la hora en que él acostumbraba ir y aquello lo tuvo por una traición.
El esposo aferrándose a estas sospechas la reñía y la atormentaba pues se sentía invadido por un cierto aborrecimiento, y quería que a ella le tocara una parte de sus pesadumbres.
"La espada de Damócles amenaza siempre a la pareja. Pende sobre ella. Y la necesidad del obstáculo amoroso para concretar la pasión, en el adulterio".
La educación sentimental de Gustave Flaubert
recopilado por Juandiegouribe
10 de febrero del 2009
5:29 horas
recopilado por Juandiegouribe
10 de febrero del 2009
5:29 horas
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